La deshumanización de la medicina es un tema en el libro al que ya mereferí brevemente en el post anterior, pero además este hecho ocurre en múltiples maneras. Paul se refiere aquí a esa invasión médica feroz que ocurre en un momento en que el ser humano, por estar enfermo y por ende más frágil y débil, lo convierte en un hecho doblemente cruel cometido por el médico con sus semejantes:
Los médicos invaden el cuerpo de todas las formas imaginables. Ven a la gente en su estado más vulnerable, más atemorizado y más íntimo. La acompañan en su llegada al mundo y luego en su partida.
Contemplar el cuerpo como pura materia y simple mecanismo es el reverso de la posibilidad de aliviar el sufrimiento humano más profundo. Por la misma razón, el sufrimiento humano más profundo se convierte en una mera herramienta pedagógica.Sobre la empatía con que los médicos deberían de tratar a sus pacientes
Qué poco comprenden los médicos
el infierno al que sometemos a los pacientes.
Como médico, tienes una idea de
lo que es estar enfermo, pero hasta que no has pasado por la experiencia, no lo
sabes de verdad.
Sobre la diferencia entre la teoría y la experiencia
En un inicio, el relato de Paul se centra en su pasión con hambre por el
conocimiento. Ese conocimiento primero es meramente técnico, estéril, teórico y
por lo tanto limitante. Él se da cuenta rápidamente que no es lo mismo la
teoría que la práctica. Sabía lo que implicaba una enfermedad o incluso la
agonía de una persona, pero no había estado en la misma sala con alguien
moribundo, con alguien muriendo. Proceso que él mismo, al igual que todos nosotros,
algún día enfrentaremos.
Una cosa era leer libros y
responder preguntas de opción múltiple y otra muy distinta pasar a la acción,
con todas las responsabilidades que eso conllevaba.
Después del primer año de prácticas, una tarea a la que se somete a los
estudiantes de medicina de Stanford, es la de escribir o mejor dicho, re-escribir
el “juramento del comienzo de la carrera”…
“…una combinación de frases de
Hipócrates, Maimónides, Osler y otros grandes médicos de la historia—, varios
estudiantes propusieron que se suprimieran las fórmulas que subrayaban que
debíamos poner los intereses de los pacientes por delante de los nuestros. Ese
tipo de egocentrismo me parecía contrario al espíritu de la medicina y a la
vez, hay que señalarlo, totalmente comprensible. Es así, en efecto, como el
noventa y nueve por ciento de la gente escoge profesión: por el sueldo, el
entorno de trabajo y los horarios.
Pero ahí está la cuestión. Uno
pone por delante un estilo de vida confortable para escoger un trabajo, no para
seguir una vocación.”
La ciencia puede proporcionar el método más útil para organizar los
datos empíricos reproducibles, pero su facultad para lograrlo se basa en su
incapacidad para captar los aspectos más esenciales de la vida humana: la
esperanza, el miedo, el amor, la belleza, la envidia, el honor, la debilidad,
el esfuerzo, el sufrimiento, la virtud.
Sobre la naturaleza Física de la experiencia humana
Los seres humanos son organismos, sujetos a todas las leyes físicas,
incluida, ay, la que dice que la entropía siempre aumenta. Las enfermedades no
son sino moléculas con un mal comportamiento; el requisito de la vida es el
metabolismo; la muerte, su interrupción.
La muerte nos llega a todos. A nosotros, a nuestros pacientes. Es
nuestro destino como organismos vivos dotados de respiración y metabolismo. La
mayoría de las vidas transcurren, respecto a la muerte, de una forma pasiva; la
muerte no pasa de ser algo que te sucede a ti y a los que te rodean.
Construimos teorías científicas para organizar y manipular el mundo,
para reducir los fenómenos a unidades manejables. La ciencia se basa en la
reproducibilidad y en la objetividad manufacturada. Lo cual, por sólida que
vuelva su capacidad para emitir aserciones sobre la materia y la energía, hace
también que el conocimiento científico sea inaplicable a la naturaleza
existencial y visceral de la vida humana, que es única, subjetiva e
impredecible.
¿Cómo decides si una vida vale la pena ser vivida?
En esa encrucijada crítica, la
cuestión no es sólo si uno vivirá o morirá, sino qué clase de vida vale la pena
vivir. ¿Estarías dispuesto a sacrificar tu facultad de hablar —o la de tu
madre— a cambio de unos meses más de vida enmudecida? ¿Aceptarías que se
ampliara tu punto ciego visual si con ello se eliminara la menor posibilidad de
una hemorragia cerebral fatídica? ¿Prescindirías de la funcionalidad de tu mano
derecha con el fin de detener los ataques convulsivos? ¿Cuánto sufrimiento
neurológico dejarías que soportara tu hijo antes de decidir que es preferible
la muerte? Dado que el cerebro actúa como mediador en nuestra experiencia del
mundo, cualquier problema de neurocirugía obliga al paciente y a su familia,
idealmente orientados por el médico, a responder a esta pregunta: ¿qué es lo
que hace que la vida tenga suficiente sentido como para seguir viviéndola?
A veces, en la prisa por salvar una vida, se pierden de vista otros
factores que son igualmente importantes de analizar. Por ejemplo, alguien que
ha sufrido múltiples fracturas en un accidente, de sobrevivir, tendrá una
calidad de vida muy limitante, lo que causa que a veces, se analice la
situación con cabeza más “fría” y los médicos decidan que es momento de dejar
que la naturaleza siga su curso. A veces la mejor intervención que se puede
hacer, es no intervenir.
“…Con una herida en la cabeza de
ese tipo, coincidimos todos entre susurros, era preferible la muerte.”
Paul sigue en sus prácticas y luego logra finalmente entrar en el campo
de la neurocirugía. Un campo apasionante y a la vez riguroso, en el que se
enfrenta desafíos cada vez más extenuantes.
Tenía que ayudar a los familiares
a comprender que esa persona que ellos conocían —un ser humano vital,
independiente y en plenitud de facultades— ahora existía sólo en el pasado y
que yo necesitaba que me dieran su opinión para saber qué futuro habría deseado
él o ella: alcanzar una muerte fácil o seguir con vida, pese a su incapacidad
para luchar, atado a bolsas de fluidos que salían y entraban de su cuerpo.
Cualquier enfermedad grave
transforma la vida del paciente y, en realidad, la de toda su familia. Pero en
las dolencias cerebrales hay un elemento adicional que posee la extrañeza de lo
esotérico. La muerte de un hijo ya trastorna por sí sola el universo de sus
padres, pero ¿no resulta aún mucho más impenetrable cuando el paciente está
muerto cerebralmente pero su cuerpo continúa con vida y su corazón sigue
latiendo? La palabra desastre alude etimológicamente a una estrella que se
rompe en pedazos, y no hay imagen que refleje mejor la expresión que aparece en
la mirada de un paciente al escuchar el diagnóstico de un neurocirujano.
Para comunicar una tragedia, lo
mejor era hacerlo a pequeñas dosis, cucharada a cucharada. Muy pocos pacientes
exigían toda la información de una vez; la mayoría necesitaban tiempo para
digerirla. No me preguntaron cuál era el pronóstico; a diferencia de lo que
ocurría con los traumatismos, en los que sólo tenía diez minutos para
explicarme y tomar una grave decisión, aquí podía dejar que las cosas se
asentaran.
La estadística estándar, la curva
de Kaplan-Meier, mide el número de pacientes que sobreviven a lo largo del
tiempo. Es el sistema mediante el cual calibramos el desarrollo y estimamos la
ferocidad de una dolencia. En el glioblastoma, la curva muestra un marcado
descenso hasta que sólo un cinco por ciento de pacientes siguen vivos a los dos
años.
Lo que buscan los pacientes no es
un conocimiento científico que los médicos ocultan, sino una verdad existencial
que cada persona debe hallar por su cuenta.
La Vida y la Muerte son como el día y la noche
Mientras Paul hacía sus prácticas en la sala de partos, contempló de
primera mano, siendo un médico novato la rapidez con la que se suceden los
eventos en el hospital. En una noche, participa en una cirugía de emergencia en
donde tienen que operar a una madre embarazada de gemelos que se encuentran en
un período de gestación muy temprana y no sobreviven. El drama de tener que ser
partícipe del dolor que trae consigo la muerte de dos pequeños que eran tan
esperados por toda la familia es algo que le parte el alma a cualquiera. El día
siguiente le toca ser parte de la algarabía familiar por el nacimiento de un
nuevo integrante. Sostiene en los brazos al sobrino de alguien, al hijo de alguien,
al primo de alguien. La belleza de la Vida se encuentra en esos momentos cúspides.
El dolor que, junto a la felicidad, el éxtasis supremo o el drama, forman parte
de la variedad de colores que es la Vida.
Una cerilla que destella pero no
se enciende. Los lamentos de la madre en la habitación 543, el borde enrojecido
de los párpados del padre, las lágrimas rodando por sus mejillas: ahí estaba el
reverso de la alegría, la insoportable, injusta e inesperada presencia de la
muerte… ¿Qué sentido se le podía encontrar?, ¿qué palabras había de consuelo?
La pesada carga de dedicarse a la medicina
Los horarios te pasaban factura.
Los residentes llegábamos a trabajar cien horas a la semana, pues aunque las
normas establecían oficialmente un máximo de ochenta y ocho, siempre había más
cosas que hacer. Me lloraban los ojos, me dolía la cabeza, tomaba bebidas
energizantes a las dos de la mañana. Mientras estaba trabajando aguantaba el
tipo, pero en cuanto salía del hospital, el agotamiento caía de golpe sobre mí.
Increíble pero Paul almorzaba “Coca-Cola Light y un sándwich de helado”.
¿Qué hacer con lo que me queda de Vida?
Lo complicado de una enfermedad
es que tus valores van cambiando constantemente a medida que la sufres. Tratas
de averiguar qué es lo que te importa, y luego no paras de reformularlo.
El camino a seguir habría sido
evidente si yo hubiera sabido cuántos meses o años me quedaban. Pero no lo sabía.
Si me dijeran tres meses —pensaba—, los pasaría con mi familia; si me dijeran
un año, escribiría un libro; si me dieran diez años, volvería a ejercer la
medicina. La verdad de que se vive sólo el presente, o sea, un día cada vez, no
me ayudaba: ¿qué se suponía que debía hacer con ese día?
LA VIDA ES ÚNICA, SUBJETIVA E IMPREDECIBLE.
Ahora, en cambio, no sé qué
estaré haciendo dentro de cinco años. Tal vez esté muerto. Tal vez no. Quizá
tenga salud. Quizá me dedique a escribir. No lo sé. Así que no resulta
demasiado útil pasarse el tiempo pensando en el futuro, es decir, más allá de
la hora del almuerzo.
Graham Greene dijo una vez que la
vida se vivía en los primeros veinte años y que el resto era sólo reflexión.
Así pues, ¿en qué tiempo verbal estoy viviendo ahora? ¿He rebasado el presente
y he entrado en el pretérito perfecto? El futuro parece vacío y, en boca de los
demás, resulta chirriante.
La mayoría de las ambiciones se
alcanzan o se abandonan; en cualquier caso, pertenecen al pasado. El futuro, en
vez de subir por la escalera de los objetivos de la vida, se allana y se
convierte en un presente perpetuo. El dinero, el estatus, todas las vanidades
que el autor del Eclesiastés describió presentan muy poco interés: como
perseguir el viento, en efecto.
Cuando se te presente a lo largo
de la vida una de esas numerosas ocasiones en las que debas contar tu historia,
ofrecer un balance de lo que has sido, has hecho y has significado para el
mundo, no dejes de consignar, por favor, que llenaste de una alegría plena los
días de un hombre moribundo, una alegría que yo no había conocido en todos los
años de mi vida, una alegría que no ansía más y más, sino que descansa,
satisfecha. En este momento, ahora, eso es algo enorme.
Este libro está marcado por la
urgencia de una carrera contra el tiempo, por la motivación de alguien que
tiene cosas importantes que decir.
El libro "Recuerda que vas a morir. Vive. de Paul Kalanithi" esta disponible en Amazon.
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