sábado, 26 de febrero de 2022

Recuerda que vas a morir. Vive. Reflexiones luego de leer la obra de Paul Kalanithi (Parte 2)

 La deshumanización de la medicina es un tema en el libro al que ya mereferí brevemente en el post anterior, pero además este hecho ocurre en múltiples maneras. Paul se refiere aquí a esa invasión médica feroz que ocurre en un momento en que el ser humano, por estar enfermo y por ende más frágil y débil, lo convierte en un hecho doblemente cruel cometido por el médico con sus semejantes:

Los médicos invaden el cuerpo de todas las formas imaginables. Ven a la gente en su estado más vulnerable, más atemorizado y más íntimo. La acompañan en su llegada al mundo y luego en su partida.

Contemplar el cuerpo como pura materia y simple mecanismo es el reverso de la posibilidad de aliviar el sufrimiento humano más profundo. Por la misma razón, el sufrimiento humano más profundo se convierte en una mera herramienta pedagógica.

Sobre la empatía con que los médicos deberían de tratar a sus pacientes

Qué poco comprenden los médicos el infierno al que sometemos a los pacientes.

Como médico, tienes una idea de lo que es estar enfermo, pero hasta que no has pasado por la experiencia, no lo sabes de verdad.

Sobre la diferencia entre la teoría y la experiencia

En un inicio, el relato de Paul se centra en su pasión con hambre por el conocimiento. Ese conocimiento primero es meramente técnico, estéril, teórico y por lo tanto limitante. Él se da cuenta rápidamente que no es lo mismo la teoría que la práctica. Sabía lo que implicaba una enfermedad o incluso la agonía de una persona, pero no había estado en la misma sala con alguien moribundo, con alguien muriendo. Proceso que él mismo, al igual que todos nosotros, algún día enfrentaremos.

Una cosa era leer libros y responder preguntas de opción múltiple y otra muy distinta pasar a la acción, con todas las responsabilidades que eso conllevaba.

Después del primer año de prácticas, una tarea a la que se somete a los estudiantes de medicina de Stanford, es la de escribir o mejor dicho, re-escribir el “juramento del comienzo de la carrera”…

“…una combinación de frases de Hipócrates, Maimónides, Osler y otros grandes médicos de la historia—, varios estudiantes propusieron que se suprimieran las fórmulas que subrayaban que debíamos poner los intereses de los pacientes por delante de los nuestros. Ese tipo de egocentrismo me parecía contrario al espíritu de la medicina y a la vez, hay que señalarlo, totalmente comprensible. Es así, en efecto, como el noventa y nueve por ciento de la gente escoge profesión: por el sueldo, el entorno de trabajo y los horarios.

Pero ahí está la cuestión. Uno pone por delante un estilo de vida confortable para escoger un trabajo, no para seguir una vocación.”

La ciencia puede proporcionar el método más útil para organizar los datos empíricos reproducibles, pero su facultad para lograrlo se basa en su incapacidad para captar los aspectos más esenciales de la vida humana: la esperanza, el miedo, el amor, la belleza, la envidia, el honor, la debilidad, el esfuerzo, el sufrimiento, la virtud.

 

Sobre la naturaleza Física de la experiencia humana

Los seres humanos son organismos, sujetos a todas las leyes físicas, incluida, ay, la que dice que la entropía siempre aumenta. Las enfermedades no son sino moléculas con un mal comportamiento; el requisito de la vida es el metabolismo; la muerte, su interrupción.

La muerte nos llega a todos. A nosotros, a nuestros pacientes. Es nuestro destino como organismos vivos dotados de respiración y metabolismo. La mayoría de las vidas transcurren, respecto a la muerte, de una forma pasiva; la muerte no pasa de ser algo que te sucede a ti y a los que te rodean.

Construimos teorías científicas para organizar y manipular el mundo, para reducir los fenómenos a unidades manejables. La ciencia se basa en la reproducibilidad y en la objetividad manufacturada. Lo cual, por sólida que vuelva su capacidad para emitir aserciones sobre la materia y la energía, hace también que el conocimiento científico sea inaplicable a la naturaleza existencial y visceral de la vida humana, que es única, subjetiva e impredecible.

 

¿Cómo decides si una vida vale la pena ser vivida?

En esa encrucijada crítica, la cuestión no es sólo si uno vivirá o morirá, sino qué clase de vida vale la pena vivir. ¿Estarías dispuesto a sacrificar tu facultad de hablar —o la de tu madre— a cambio de unos meses más de vida enmudecida? ¿Aceptarías que se ampliara tu punto ciego visual si con ello se eliminara la menor posibilidad de una hemorragia cerebral fatídica? ¿Prescindirías de la funcionalidad de tu mano derecha con el fin de detener los ataques convulsivos? ¿Cuánto sufrimiento neurológico dejarías que soportara tu hijo antes de decidir que es preferible la muerte? Dado que el cerebro actúa como mediador en nuestra experiencia del mundo, cualquier problema de neurocirugía obliga al paciente y a su familia, idealmente orientados por el médico, a responder a esta pregunta: ¿qué es lo que hace que la vida tenga suficiente sentido como para seguir viviéndola?

A veces, en la prisa por salvar una vida, se pierden de vista otros factores que son igualmente importantes de analizar. Por ejemplo, alguien que ha sufrido múltiples fracturas en un accidente, de sobrevivir, tendrá una calidad de vida muy limitante, lo que causa que a veces, se analice la situación con cabeza más “fría” y los médicos decidan que es momento de dejar que la naturaleza siga su curso. A veces la mejor intervención que se puede hacer, es no intervenir.

“…Con una herida en la cabeza de ese tipo, coincidimos todos entre susurros, era preferible la muerte.”

Paul sigue en sus prácticas y luego logra finalmente entrar en el campo de la neurocirugía. Un campo apasionante y a la vez riguroso, en el que se enfrenta desafíos cada vez más extenuantes.

Tenía que ayudar a los familiares a comprender que esa persona que ellos conocían —un ser humano vital, independiente y en plenitud de facultades— ahora existía sólo en el pasado y que yo necesitaba que me dieran su opinión para saber qué futuro habría deseado él o ella: alcanzar una muerte fácil o seguir con vida, pese a su incapacidad para luchar, atado a bolsas de fluidos que salían y entraban de su cuerpo.

Cualquier enfermedad grave transforma la vida del paciente y, en realidad, la de toda su familia. Pero en las dolencias cerebrales hay un elemento adicional que posee la extrañeza de lo esotérico. La muerte de un hijo ya trastorna por sí sola el universo de sus padres, pero ¿no resulta aún mucho más impenetrable cuando el paciente está muerto cerebralmente pero su cuerpo continúa con vida y su corazón sigue latiendo? La palabra desastre alude etimológicamente a una estrella que se rompe en pedazos, y no hay imagen que refleje mejor la expresión que aparece en la mirada de un paciente al escuchar el diagnóstico de un neurocirujano.

Para comunicar una tragedia, lo mejor era hacerlo a pequeñas dosis, cucharada a cucharada. Muy pocos pacientes exigían toda la información de una vez; la mayoría necesitaban tiempo para digerirla. No me preguntaron cuál era el pronóstico; a diferencia de lo que ocurría con los traumatismos, en los que sólo tenía diez minutos para explicarme y tomar una grave decisión, aquí podía dejar que las cosas se asentaran.

La estadística estándar, la curva de Kaplan-Meier, mide el número de pacientes que sobreviven a lo largo del tiempo. Es el sistema mediante el cual calibramos el desarrollo y estimamos la ferocidad de una dolencia. En el glioblastoma, la curva muestra un marcado descenso hasta que sólo un cinco por ciento de pacientes siguen vivos a los dos años.

Lo que buscan los pacientes no es un conocimiento científico que los médicos ocultan, sino una verdad existencial que cada persona debe hallar por su cuenta.

La Vida y la Muerte son como el día y la noche

Mientras Paul hacía sus prácticas en la sala de partos, contempló de primera mano, siendo un médico novato la rapidez con la que se suceden los eventos en el hospital. En una noche, participa en una cirugía de emergencia en donde tienen que operar a una madre embarazada de gemelos que se encuentran en un período de gestación muy temprana y no sobreviven. El drama de tener que ser partícipe del dolor que trae consigo la muerte de dos pequeños que eran tan esperados por toda la familia es algo que le parte el alma a cualquiera. El día siguiente le toca ser parte de la algarabía familiar por el nacimiento de un nuevo integrante. Sostiene en los brazos al sobrino de alguien, al hijo de alguien, al primo de alguien. La belleza de la Vida se encuentra en esos momentos cúspides. El dolor que, junto a la felicidad, el éxtasis supremo o el drama, forman parte de la variedad de colores que es la Vida.

Una cerilla que destella pero no se enciende. Los lamentos de la madre en la habitación 543, el borde enrojecido de los párpados del padre, las lágrimas rodando por sus mejillas: ahí estaba el reverso de la alegría, la insoportable, injusta e inesperada presencia de la muerte… ¿Qué sentido se le podía encontrar?, ¿qué palabras había de consuelo?

La pesada carga de dedicarse a la medicina

 

Los horarios te pasaban factura. Los residentes llegábamos a trabajar cien horas a la semana, pues aunque las normas establecían oficialmente un máximo de ochenta y ocho, siempre había más cosas que hacer. Me lloraban los ojos, me dolía la cabeza, tomaba bebidas energizantes a las dos de la mañana. Mientras estaba trabajando aguantaba el tipo, pero en cuanto salía del hospital, el agotamiento caía de golpe sobre mí.

Increíble pero Paul almorzaba “Coca-Cola Light y un sándwich de helado”.

 

¿Qué hacer con lo que me queda de Vida?

Lo complicado de una enfermedad es que tus valores van cambiando constantemente a medida que la sufres. Tratas de averiguar qué es lo que te importa, y luego no paras de reformularlo.

El camino a seguir habría sido evidente si yo hubiera sabido cuántos meses o años me quedaban. Pero no lo sabía. Si me dijeran tres meses —pensaba—, los pasaría con mi familia; si me dijeran un año, escribiría un libro; si me dieran diez años, volvería a ejercer la medicina. La verdad de que se vive sólo el presente, o sea, un día cada vez, no me ayudaba: ¿qué se suponía que debía hacer con ese día?

LA VIDA ES ÚNICA, SUBJETIVA E IMPREDECIBLE.

Ahora, en cambio, no sé qué estaré haciendo dentro de cinco años. Tal vez esté muerto. Tal vez no. Quizá tenga salud. Quizá me dedique a escribir. No lo sé. Así que no resulta demasiado útil pasarse el tiempo pensando en el futuro, es decir, más allá de la hora del almuerzo.

Graham Greene dijo una vez que la vida se vivía en los primeros veinte años y que el resto era sólo reflexión. Así pues, ¿en qué tiempo verbal estoy viviendo ahora? ¿He rebasado el presente y he entrado en el pretérito perfecto? El futuro parece vacío y, en boca de los demás, resulta chirriante.

La mayoría de las ambiciones se alcanzan o se abandonan; en cualquier caso, pertenecen al pasado. El futuro, en vez de subir por la escalera de los objetivos de la vida, se allana y se convierte en un presente perpetuo. El dinero, el estatus, todas las vanidades que el autor del Eclesiastés describió presentan muy poco interés: como perseguir el viento, en efecto.

Cuando se te presente a lo largo de la vida una de esas numerosas ocasiones en las que debas contar tu historia, ofrecer un balance de lo que has sido, has hecho y has significado para el mundo, no dejes de consignar, por favor, que llenaste de una alegría plena los días de un hombre moribundo, una alegría que yo no había conocido en todos los años de mi vida, una alegría que no ansía más y más, sino que descansa, satisfecha. En este momento, ahora, eso es algo enorme.

Este libro está marcado por la urgencia de una carrera contra el tiempo, por la motivación de alguien que tiene cosas importantes que decir.

 El libro "Recuerda que vas a morir. Vive. de Paul Kalanithi" esta disponible en Amazon.

 

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