En esta ocasión les comparto las primeras páginas de un cuento en proceso...
El agua de la laguna lucía un traje nuevo
para mí, desconocido, obscuro, tétrico pienso porque los pelitos de mis brazos
se crispan con el solo recuerdo. Esa laguna de aguas transparentes y azules del
color del mismo cielo estaba ahora, en la mitad del sueño interrumpido de la
noche, convertida en una fosa tenebrosa con las aguas más heladas que he
sentido en mi vida. Con las aguas que se habían tragado en un instante el
cuerpo de un joven pescador.
Estábamos de vacaciones en una hermosa
casa de playa y yo ya había intuido en el primer sumergimiento en sus aguas el
placer del peligro en su playa de embudo y piedras volcánicas y aguas tibias.
Sentía que esa belleza etérea significaba algo que no podía explicar con
palabras. Era más bien una sensación de estar enfrente de la vida y de la
muerte. En un solo instante el dolor en los ojos de ver tanta belleza se
enredaba inmisericorde con el miedo a lo desconocido. Pero esa primera sesión
pasó sin mayores novedades y resultó más bien terapéutica. Luego del baño de
esa tarde caminamos por los caminos polvorientos que comunicaban con otras
casas de playa y un par de bares que servían guapotes estofados con tomates y
cebolla cuyo olor alborotaba la más tranquila de las almas. Miramos enormes
árboles envueltos en arbustos que simulaban gigantescas telarañas y semejaban
los sauces llorones de las viejas películas que veía escondido en mis tardes de
cine.
Cenamos en la orilla de la laguna y
platicamos de la vida y del futuro y tú llamaste a los niños para llevarlos a dormir
y dedicarnos a otros menesteres cuando escuchamos, a lo lejos, a unos mariachis
cantando rancheras de amor a una novia. Yo saqué de mi bolso mi viejo cuaderno
de notas y comencé a escribir sobre la puesta de sol y el reflejo del verde
embudo en el fondo celeste del agua, y luego sobre un barquito de vela en el
que paseaba una pareja de alemanes y que parecía estar en el centro mismo de
aquél traslúcido cono de agua que me helaba las puntas de los dedos de los
pies.
Dormía profundamente en la mitad de la
noche cuando se escuchó un grito de madre que sonó hueco, doliente en el
silencio de las horas. Lo vieron brincarse del bote buscando quien sabe que
cosas y nadie lo vio salir de nuevo. Tenía veintidós años. Alto, moreno, con la
piel tostada por el sol y las manos callosas por el trajín de la manila y el
nylon. Cabellos negros y los ojos pequeños de los indios de aquí. Estaba
todavía medio dormido cuando salí de la casa envuelto en mi chaqueta de azulón
para ver que era aquello que agitaba tan convulsamente el caserío. La madre
lloraba desesperada. Su hijo había salido a pescar con dos muchachos más pero
sin mayores explicaciones había saltado del bote y no había aparecido
nuevamente. En la confusión de la noche uno de los vecinos corrió buscando a
don Nacho. Todos se miraron a los ojos en silencio cuando escucharon su nombre
y yo me quedé preguntándome de quien sería aquél personaje capaz de dejar en
silencio a quince personas alarmadas en el medio de la noche.
Media hora había pasado desde que el
grito de la dolorosa madre había sonado en el fondo de mis oídos y ya tú
estabas, envuelta en la bata a mi lado, viendo también aquél espectáculo triste
de la espera de lo inevitable. Entonces apareció. Era un hombre bastante mayor.
Su piel cetrina marcada por profundos pliegues denotaba que los años de aquél
viejo eran muchos. El cabello apenas mostraba unas pocas canas y tras escuchar
la historia de los muchachos me enteré
que el lugar no estaba más allá de cien
metros de la playa.
El viejo sacó de una pequeña alforja unas
hojas oscuras de tabaco que enrolló lentamente
con otras hojas secas que no alcancé a reconocer...
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