Esta mañana después de disfrutar de un delicioso café proveniente de las montañas de Nicaragua y mientras contemplaba la blanca nieve cayendo al otro lado de mi ventana, reflexionaba sobre un artículo que leí sobre el caso de un genio. A los seres humanos nos gusta compararnos, clasificarnos. Otorgarnos más o menos “valor” en función de ciertos atributos. Más alto. Más bonito. Más delgado. Más saludable. Más inteligente.
Y he ahí un
punto interesante. Pensamos que la inteligencia nos diferencia de los otros animales.
Hasta tal punto en que nos consideramos superiores o incluso como no pertenecientes
a ese estado biológico comparando niveles de conciencia y hasta racionalidad por
medio de artilugios complicados que llamamos ciencia. Leí alguna vez que se ha
estudiado la inteligencia en varios animales y hay cierto tipo de cuervos que
muestran una inteligencia increíble. Se ha estudiado la inteligencia de los
ratones entrando y saliendo de complicados laberintos. La inteligencia de los grandes
simios a quienes incluso se les ha enseñado lenguaje de señas para comunicar
sus sentimientos y sus alegrías y sus tristezas. Humanizándolos.
En esa
avalancha de pensamientos y reflexiones me encontraba cuando cayó en mis manos
ese artículo de Kim Ung-Yong, el ser humano que ha tenido, según cuenta la
leyenda, el Coeficiente Intelectual más alto jamás registrado. Y cómo nos
gustan los números, aquí repetiré lo que leí entonces, 210 puntos. Para
establecer alguna referencia, bastaría con indicar que genios de consenso como
Einstein o Newton, se dice que tenían un IQ de 205. Al pensar en personas con
estas habilidades extraordinarias, pensamos en superhéroes capaces de lograr
maravillas. Agentes de cambio. Todo gran poder conlleva una gran
responsabilidad a cómo le dijo el tío al hombre araña.
De Ung-Yong,
se cuenta una historia. Estaba sentado en su cuna y repentinamente, a su madre
le pareció escuchar algo. Volteó a ver al bebé y entonces se dio cuenta que
estaba diciendo muchas palabras. Tenía 6 meses. A tan tierna edad estaba
conversando con ella. A los 9 meses hablaba oraciones completas. Al año hablaba
el coreano fluidamente. Antes de los 4 años ya hablaba español, alemán e inglés.
A los 5 ya resolvía ecuaciones diferenciales. Cumplió su PhD a los 15 años con
notas casi perfectas en todas las asignaturas y fue contratado por la NASA
haciendo investigación relacionada con astrofísica. Pero luego algo ocurrió.
Luego de diez años trabajando ahí renunció a todo. ¿Por qué un genio de tal grandeza
con el mundo a sus pies deja lo que podría considerarse para muchos como el
sueño dorado? Ah, la felicidad. Kim no era feliz. Había sufrido de una niñez
secuestrada. Había complacido a todos en esa cultura en la que se valora tanto la
excelencia académica y había seguido los caminos mostrados por todos hasta que,
poco a poco, su auténtico yo fue emergiendo para mostrar la belleza más grande
de su interior, cual metamorfoseada monarca que brilla con todos sus colores. Obviamente
llegó a ver los hilos detrás de todo y decidió largarse.
¿Quién
decidió que Ung-Yong iba a ser el mesías que cambiaría el mundo? Ciertamente no
fue él. Los medios que incluso hoy en día lo siguen retratando como un caso
fallido del genio brillante que podría haber cambiado al mundo tal y como lo
conocemos. El genio “desperdiciado”. El, sin duda alguna ama lo que hace
enseñando en una universidad a jóvenes estudiantes, haciendo investigaciones de
forma periódica y compartiendo con sus amigos y en su entorno familiar. El
mismo es quien decidió vivir bajo sus propias normas y expectativas.
“La
Sociedad no debería juzgar a nadie con normas unilaterales. Cada persona tiene
diferentes niveles de aprendizaje, esperanzas, talentos y sueños, y deberíamos
respetar eso. La gente siempre trata de ser alguien especial descuidando su
propia felicidad, que podría ser considerada ordinaria para otros”.
Kim Ung-Yong
(El texto
está basado en el artículo original, publicado en inglés y que se encuentra
accesado el 11-Febrero-2022)
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