Había entendido hasta cierto punto, claro está, por que no es fácil caer en la cuenta de que alguien hasta un punto desconocido, entre en la vida de uno, se vuelva un cercano y comparta sus recetas de pancakes y muffins de cranberries y chocolate que tanto le gustan a mi esposa y al niño, para cometer una estupidez de ese tamaño precisamente en la esquina del apartamento en donde el Quico tiene su estación. El Quico. Lo escuché diciendo, en voz apenas perceptible, sus primeras palabras del día al otro lado de la división de Gypsum y el corazón se me hizo pequeño. Tenía que hacer algo y sacar el cadáver antes que ellos abrieran la puerta del cuarto y se encontraran con la escena. Me puse de pie y caminé lo más silencioso que pude y miré la masa inerme al lado de la caja de la aspiradora llena de libros infantiles, peluches y elefantes educativos que era la esquina de trabajo del niño. Cubierto con una gruesa colcha invernal, el despojo humano yacía humilde y callado, como el lobo de Gubbia en su etapa más mansa. Levanté lentamente la colcha para contemplar los restos y me quedé petrificado ante la imagen que apareció ante mis ojos. Nada de despojos humanos envueltos en vómitos de colores. Nada de ojos abiertos ante la visión de la Muerte. Nada de la lengua negra que apareció como un personaje más en la película de los monjes lectores de la película de Sean Connery. Nada de drama que contar a los amigos y muy posiblemente a la policía. Nada de cuerpo. En vez de eso, un par de almohadones yacían debajo de la colcha. No había nada maloliente o sucio que me recordara al sujeto que irrumpió a la una de la madrugada anoche, mientras mi esposa y ni niño roncaban ruidosamente al otro lado del apartamento.
Traté de
comenzar a recordar las piezas de la noche y armarla nuevamente de tal forma
que fuese capaz de entenderme a mí mismo y a mis falsas conclusiones. Primero,
era capaz de recordar la forma en que unos meses atrás había conocido a un
argentino bailarín de tango mientras paseaba con el stroller al niño por
la Lawrence. Nos habíamos hecho amigos luego que le elogiara al bebé que él
mismo paseaba en un stroller lujoso y nuevo, de esos con ruedas grandes y
rápidas que usan algunos para correr mientras pasean al bebé y escuchan música
de Pink o de Beyonce a volúmenes inusitados que no les permitan escuchar los
incómodos reclamos del pequeño cliente. El niño parecía ser su hijo ya que
tenía el mismo aspecto europeo que el tipo. Ambos eran altos, ojos claros y de
nariz aguileña. Lo que había llamado mi atención al instante. La diferencia más
obvia era que la mirada del tipo era penetrante y curiosa, típica de uno de
esos seres inteligentes y observadores que llegan a lo más profundo de las
personas con solo verlas por cinco segundos de pies a cabeza. Luego de tratar
del fundamental tema de los bebés y de conversar sobre el tiempo que teníamos
cada uno de nosotros viviendo en la vecindad, me trató de convencer de que
tomara una clase de tango en el 1247 de la Glenwood y nos despedimos. Yo
pensando que nunca más lo volvería a ver. Pero la Vida le juega a uno sus
juegos curiosos de tanto en tanto y así fue como apenas una semana y algunos
días después, me lo volví a encontrar y esta vez platicamos de panes. Recuerdo
que el tipo llevaba muy visibles en el stroller unos cuatro o cinco muffins que
sobresalían por su tamaño y sus colores. Le pregunté que dónde los había
comprado y me dijo que él mismo los había hecho. En esa época yo andaba
preocupado por mejorar mis recetas de panes, pizzas, galletas y muffins y
curioso, le pregunté cuál era su secreto. Así fue como luego nos convertimos en
amigos comunes del horno casero. El amigo, a como le llamaba más que por su
nombre, tenía una increíble habilidad para hacer crecer las harinas y lograba
sacar del horno los panes más hermosos. Poseía una fortaleza innata en sus
brazos, como si alguna vez había ejercido el oficio de marinero en los barcos
de vela de algún capitán Sparrow y por entonces descubrí que el niño que
paseaba no era en realidad su hijo biológico, sino el hijo de la gringa a la
que trabajaba haciendo de niñero. Había trabajado de mesero en White Castle y
se conocía el menú de pies a cabeza, pero, en su país, al que se refería con
una nostalgia que no podía ocultar, como cuando mi tío Mario se refería a los
programas del Chavo del ocho, había sido un performer. En las calles de Buenos
Aires, en sus plazas y parques y en Bahía Blanca donde había dejado su ombligo
se paseaba disfrazado de payaso, haciendo trucos de mimo y formando poodles con
globlos para los niños. Gustaba tanto de viajar que un día se había marchado
para no volver aunque guardaba con cariño una devoción casi evangélica por la
fabricación de las empanadas argentinas. Mi esposa estuvo contenta de saber que
tenía un nuevo amigo aunque raras veces lo veía pues sus horarios no coincidían
en la casa.
Un día el
tipo apareció justo cuando mi esposa se acababa de ir y me tocó la puerta. Me
sorprendió porque había logrado entrar por la puerta de hierro y la otra del
Lobby sin tocar el timbre ni usar ninguna llave y también porque había
aparecido sin previo aviso en un país en el que este tipo de cosas simplemente
no suceden. Yo ya me había acostumbrado a que siempre me avisaran cuando
alguien, cualquiera, tenía deseos de venir a hacernos una visita. Me había
acostumbrado a esas formalidades. Ya miraba con mal modo esa latina costumbre
de llegar a visitar cuando menos se lo espera el dueño de la casa. De encontrar
al pariente o al amigo con los ojos chilicosos o en medio de una ducha.
Con la sala desordenada o incluso cuando estaba terminando la última pieza del
pollo horneado y no había nada más que ofrecer a la inoportuna visita.
Ciertamente era de una de esas cosas que
habían cambiado en mí, antes era tan relajado y fresco que podía fácilmente ir
o venir a visitar a mis amigos o parientes tratando incluso de llegar
inoportunamente para ellos, mientras las flechas del reloj apuntaban a las
horas de las comidas. Ese día, en la visita inesperada, el amigo entró
nervioso. Con los ojos como perdidos y pidiéndome por favor que le prestara el
baño. No me fijé en los detalles hasta que salió sudado y nervioso y no me dejó
ni preguntarle del porqué tanta sorpresa y dejó medio abierta la puerta al
salir como el disparo emitido por alguna arma rusa. Yo había ya ido a calentar
unos remanentes del café de la mañana y había untado unas rodajas de pan con
mantequilla y mermelada de moras y lo había colocado en el tostador cuando
escuché sus pasos saliendo para el pasillo. Cuando llegué a la puerta del apartamento
apenas pude escuchar el golpeteo de la puerta del Lobby y me quedé mudo de
tanta falta de cortesía. Esa vez algo llamó mi atención y fue un fuerte olor a
hierba en el baño. No sé por qué razón había pensado que el tipo quizás había
sufrido de algún tipo de urgencia mientras andaba en la calle paseando al
pequeño cliente y había entrado rápidamente para salir sus problemas a nuestro apartamento
y había pensado en preguntarle si el chele estaba abajo en su stroller o
que si lo había dejado encargado con alguien en el Lobby. Pensé en preguntarle
si quería una rodaja de pan tostado con mantequilla y mermelada de moras pero
luego caí en la cuenta de que el tipo este nunca le negaba el cariño a ese tipo
de invitaciones. Es decir, pensaba que había logrado descifrar sus típicos
comportamientos como cuando uno tiene de esos viejos amigos y es capaz de saber
esos detalles tan banales como por ejemplo si prefiere las cervezas locales a
las importadas o si disfrutará mejor de regalo de cumpleaños un libro de
Roncagliolo o un disco de Adele. Pero no. Obviamente nunca había llegado a
conocer bien a este tipo al que una vez había osado llamar mi amigo.
Ahora todo
había culminado con este episodio tan raro a medianoche. Yo me había quedado
terminando un proyecto con un deadline estricto y le había pedido a mi esposa
que durmiera con el niño en el cuarto y no se preocupara por mí. Yo había
escuchado los ronquidos de los dos al otro lado de la partición de Gypsum. Y
entonces, justo a la hora que el sueño lo inunda a uno más profundamente. Había
escuchado unos pasos subiendo por las gradas del edificio. Unos pasos pesados y que tropezaban
constantemente con los escalones forrados de carpeta. Un sonido bajo y
repetitivo que había parado justo enfrente de nuestra puerta. Y luego la
perilla de la cerradura había girado y la luz del pasillo había iluminado mi
escritorio. Yo, asustado, había visto el perfil fantasmal en el vano de la
puerta y lo había reconocido por su figura quijotesca. Le había reclamado su
aparición repentina a estas horas de la noche y él se había disculpado
calladamente aludiendo una vieja amistad inexistente. Y entonces yo lo había
sentido. Un olor a vómito y a sudor. Yo había percibido que él no estaba bien.
Que quizás hasta había andado viviendo debajo de los puentes y que ese olor que despedía, nauseabundo, era
el olor de los que tienen al menos una semana sin bañarse. Había intentado
sacarlo de mi casa pero el tipo tenía una rapidez tan sorprendente que apenas y
había podido evitar tal invasión inoportuna. Como todas las invasiones sin duda
alguna. El tipo había sido capaz de sacar de entre unas telas sucias y gruesas
una inyección enorme llena de un líquido verde fosforescente que había
inyectado en sus venas justo enfrente de mi perceptible pasmosidad. Aturtido, reaccioné violentamente a este
abusivo sujeto al que antes había llamado mi amigo y le había pedido que se
marchara de inmediato pero él, sordo a mis pedidos enérgicos pero en voz baja
considerando a los vecinos y al hecho que mi esposa y mi hijo dormían apenas al
otro lado del Gysum, en nuestro cuarto, el que había considerado el lugar más
seguro de la casa. El tipo sordo y perdido había caído envuelto en sus ropas
apestosas y había vomitado justo en el rincón donde los juguetes del niño se
juntaban encima de una gran caja a la que llamábamos la estación del niño. En
uno de los lugares sagrados de la casa. Ahí había caído el argentino cirquero
hijo de puta. El que había pensado que era mi amigo. El tipo que había entrado
a drogarse en mitad de la noche a mi propia casa mientras mi esposa y mi hijo
dormían al otro lado del Gypsum. Esto era inaudito. De ser otra persona hubiese
llamado al 911 pero había cierto pedazo de consideración en mi todavía (no me
pregunten por qué, pero así era). Quizás porque pensaba que debía esa
consideración a quien había compartido sus recetas de baguettes y empanadas
argentinas. Quizás porque había llorado con ese tipo escuchando la historia de
cómo había escapado de ahogarse arrastrado por las corrientes del Río Bravo
mientras ayudaba a una mujer con un hijo en brazos y otro en el vientre a
pasar. Quizás porque había desarrollado una consideración especial hacia este
sujeto que luego de muchos trabajos y muchos caminos recorridos todavía formaba
parte de los sin papeles. Quizás porque era mejor amigo de él que él mío. O
quizás porque yo era un idiota que no podía poner el orden en mi propio
territorio. Incluso llegué a ponerle una colcha encima al pobre despojo humano
que era ahora el argentino que había sido mi amigo. Y pensé en llamar a la
gringa o a una ambulancia o quien fuera en la mañana. No sé por qué luego de
recostarme un rato en el sofá sintiendo el tufo al otro lado de la sala no pude
seguir durmiendo. El daño estaba hecho y no había podido terminar mi trabajo en
el computador que al fin y al cabo habían sido la razón principal de mi
desvelo. No había podido concentrarme en la lectura. No había podido entender
por completo a este sujeto. Y tampoco a mí mismo. Pero al escuchar los leves
quejidos al otro lado de la sala lo supe de repente. Una sobredosis seguro lo
estaba terminando todo para él. Los quejidos eran apenas perceptibles en medio
del ruido muchas veces ampliado del viejo refrigerador en la cocina y los autos
pasando en la calle del frente que nunca duerme. Los recolectores de basura
levantando los pesados contenedores y vaciándolos en sus inacabables depósitos
contaminantes que acabarían irremediablemente en algún vertedero en las afueras
de la ciudad que no duerme. Los ronquidos de mi esposa y su coro infantil que a
veces coincidían en completa armonía. Los aullidos del Husky siberiano del
vecino al otro lado del pasillo. Los pasos interminables de la vecina en el
apartamento de arriba. El ruido de las ruidosas turbinas de los aviones que
pasan rumbo al O´Hare.
Ahora había
llegado a ese mañana y nada de esos recuerdos tan vívidos de anoche podía
percibirse en la esquina de juegos de la estación del niño. Nada de la colcha
que había puesto encima de sus despojos. Nada del tufo pútrido de los vómitos.
Nada de tufo a humano sin bañarse al menos por una semana. Nada de nada que me
hiciera creer que lo vivido en medio de la madrugada fuera cierto. En vez de
eso, escucho la voz del niño haciéndose más fuerte y pidiendo comida al otro
lado del biombo. Mi esposa bostezando perezosamente y diciéndole “¡Buenos
días!”. El ruido de las cadenas que el vecino usa para sacar a pasear a su
Husky siberiano. Los pasos inacabables de la pesada vecina caminando en el
apartamento de arriba. El sonido de las ruedas del tren sonando en las vías de
la Red Line. Los carros y camiones pasando una y otra vez enfrente de la
calle que nunca duerme. Los rayos de sol traspasando las cortinas plásticas de
la ventana que está junto al sofá. No tenía que sacar ningún cadáver. No tenía
que limpiar ningún despojo humano. No tenía nada más que levantarme y frotarme
la cara y los pelos de la barba incipiente con el agua caliente del grifo del
lavamanos verde celeste de finales de los sesenta del viejo apartamento. No
había nada.
2016/6/7
1 comentario:
Tango en Chicago.
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