Los recuerdos de ella que permanecían indelebles, cual tinta sobre el dedo gordo después de las elecciones, se iban diluyendo a medida que los días pasaban inexorablemente en el escenario colorido que es la vida.
Habían pasado ya más de dos meses desde la última vez que la contemplé, impávido ante la imagen celeste que abría la puerta del carro con una mano y sostenía con la otra el bolso inacabable, pesado, que parecía lleno de materia oscura por la curvatura que surgía en su espalda ante semejante peso. Ideé en mi mente el plan estratégico por más de una docena de veces para resolver semejante problema (cantaba para mis adentros aquella canción de Roberto Carlos que dice en un verso “Tú eres el grave problema, que yo no sé resolver”) mediante estratagemas dignos de un Maquiavelo o de una Queen Elizabeth tratando de sobrevivir en una guerra inacabable entre franceses e ingleses. Las tropas enemigas se acercaban irremediablemente hacia mis flancos más débiles, apareciendo a veces como pesadillas mordaces con frases irresolutas y en otras ocasiones surgiendo en el momento menos esperado, en una frase trillada de una canción de amor o en la mirada inédita de ella surgiendo de cualquier otra persona. Y el tiempo seguía irreparable su paso por mi vida y seguramente por la de ella que no sabe lo que siento en la distancia. Estamos tan separados que el solo hecho de pensar en sobreponerse a ese intersticio, a ese espacio limítrofe, esa guardarraya imaginaria que nos vence, es una proposición un poco más que poética.
He pasado un par de días soñando despierto. Ella aparece en mis sueños irremediablemente. Insistentemente. Me pregunto si yo apareceré en los suyos con tanta tozudez. Una vez hablamos de eso. Hablamos mientras la canción de Cristian sonaba en el radio del bar (Cada vez que tú te ibas, yo quería cambiar el mundo, pero el mundo es como es, ¡Cuántas ganas de escarbar dentro de tu alma!...). Pero cómo sentía no haber aprovechado el tiempo en ese momento y haber sido un Ethan Hawke de la película, hablando del fantasma de la abuela apareciendo en medio de los arcoiris que surgían del agua que regaba con la manguera. Yo sostenía en esa ocasión ser un hombre más insistente de lo que parecía. Tener esa virtud o defecto –lo recuerdo claramente- de no rendirme fácilmente. Ahora parezco tan pequeño al verme lleno de ideas de ella sin siquiera hacérselas saber. He escrito una docena de versos y unas cuantas páginas pensando en sus cabellos negros, brillantes surgiendo de la claridad de su piel. Y ella no conoce ni uno de ellos.
Ya muchas veces había tenido esa fantasía que seguramente surgió como consecuencia de mis lecturas a los libros de Cardenal. Soñaba con que ella se encontrara como por accidente con uno de mis libros en una gran librería del Distrito Federal. El smog irremediable en las calles de la Ciudad de México y los ojos colorados por lo mismo, pero ella impávida hojeando incansable, digamos que en unas vacaciones por la tierra azteca, visitando una gran librería y mi libro ubicado en uno de los anaqueles, tal vez no como un best seller, pero digamos que como un libro mínimo, medio oculto entre tantos éxitos de ventas y Harrys y novelas americanas o japonesas y un par de mangas (¡!). El hecho de que a ella le llamara la atención precisamente ese librito y de llegar a tomarlo con la mano y abrirlo y mirar en el primer poema una dedicatoria a ella… esa mínima idea fantasiosa y romántica me llenaba la mente en esos días. Me imaginé muchas veces, interminables veces esa escena. En unas ocasiones la veía riéndose a carcajadas en medio de la gente de la librería. En otras ocasiones la veía comprando una docena de libros para regalarlos entre sus amistades sin recordar mi rostro que aparecía en la contraportada, el rostro que irremediablemente se había diluido de sus recuerdos con el paso de los años.
Un día me cansé de contemplarme sin nada más que su recuerdo y decidí buscar su nombre entre los gruesos libros amarillos de la guía telefónica de la ciudad. Managua no es tan inmensa como el Tokio de Lost in Translation ni como Nueva York o el inacabable Distrito Federal Mexicano. La guía telefónica nuestra es apenas similar a la de un cartier parisino o una ciudad pequeña de los chinos porque en realidad no somos tantos. Busqué entonces en las páginas su nombre sin éxito inmediato. Entonces busqué todas las combinaciones posibles de sus apellidos y los nombres de sus padres que fueron los que eventualmente me brindaron los resultados más alentadores. Y finalmente logré encontrar el número telefónico. Con las manos nerviosas por la cercanía cotidiana del teléfono y la esperanza de un próximo encuentro digité los números en el aparato y hablé tartamudeando al escuchar una voz familiar al otro lado del teléfono. No era ella. La voz desconocida al otro lado me hizo saber que ella estaba lejos. Fuera del país y que no volvería sino hasta finales del mes. De repente me sentí de nuevo perdido en mis recuerdos y decidí seguir escribiendo hasta donde me diera la inspiración y las neuronas. Hasta donde pudiera llegar con mi reserva de esa sustancia química que los científicos dicen, está relacionada directamente con el amor: la PEA (fenilatinamina).
He pasado haciendo de todo durante esta espera. Conseguí un par de softwares para aprender en la computadora y le quité el polvo de meses a los libros de francés que comencé a estudiar nuevamente con el interés propio de un beginner, dediqué muchas horas a sacar del desorden todos los papeles que se amontonan siempre, irremediablemente en mi escritorio y también a lavar hasta el cansancio las cortinas, ventanas y el piso de mi habitación. Hasta limpié el polvo acumulado de años de debajo de mi cama y barrí presuroso un nido de ratones oculto detrás de mi librero, nido hecho con trozos de poemas escritos y nunca entregados en la adolescencia para alguna infanta de la escuela. Como resultado de esta terapia ocupacional mi cuarto se transformó del nido de ratas en que estaba convertido en un lugar oloroso, resplandeciente, limpio, ordenado y motivo de orgullo de cualquiera. Dediqué del mismo modo, muchas horas de mi tiempo a ordenar la inmensa colección de casetes y CD’s y los incontables MP3’s en la computadora. Los libros en mi librero nunca conocieron orden más pulcro. Hasta las telas de las arañas desaparecieron del mapa con tanta premura que huyeron despavoridas ante el ruido escandaloso de la ola de limpieza que sacudió mi casa y sus cercanías. Comencé a leer nuevamente como en mi infancia. Releí a García Márquez, Saint Exupéry, Borges, Darío y una veintena de autores que tenía tanto tiempo de no contactar y con los que me sentí como entre viejos amigos.
Toda esta revolución llegó, irremediablemente hasta mis entrañas. Al releer a Hawking y a Carl Sagan, la inspiración reapareció irremediablemente y me senté a escribir pensando en ella. Escribí una carta larga y tendida pensando en ella. Escribí para ella. Escribí para ella y para los hijos que nunca habíamos tenido. Para los momentos de dicha y de desdicha que nunca compartimos juntos. Por las aventuras que nunca pasamos en las calles interminables de Les Champs Elysées y los cafés no compartidos en el pequeño local que está cerca del Big Ben y del que nunca logro recordar el nombre. Ciertamente el mundo es pequeño para recordar todos esos recuerdos que no tenemos. Las ideas del polvo estelar del que estamos hechos todos penetraron insistentemente en mi cabeza. Era poético. Era hermoso. Era estético pensar en que el mismo polvo celeste de una supernova que originó la masa del sistema solar y el cinturón de asteroides más allá de Marte era el mismo polvo estelar del que estábamos hechos los dos. Que los mismos átomos de carbono, calcio, fósforo, hierro que me formaban, la formaban también a ella. Que compartíamos más del 99% de las dobles hélices de nuestro ADN. Que, considerando la teoría maya de que el tiempo es cíclico, posiblemente muchas de las ideas que ella tiene ahora ya hayan pasado por mi mente o viceversa. Que posiblemente ya alguien le haya leído los poemas de Benedetti al oído mientras escuchaba algunas canciones de Guardabarranco en la distancia. Porque ese había sido mi sueño. Y probablemente, considerando las teorías probabilísticas de Bayes y otros similares, ya esa idea también se le habría ocurrido a otro antes que a mí. El problema ahora era saber si esa persona lo había compartido con ella.
La vida no es tan simple como parece. O tal vez es más simple de lo que parece. De hecho, la vida es tan enredada y sus ramificaciones tan complicadas que parece a la vez contradictorio y complementario decir que la complicación principal de la vida está en su simplicidad. O tal vez será que solo nos complicamos con complicaciones para hacerla más entretenida.